Levantas las manos y le gritas al cielo
por un milagro, una prueba,
y yo que te observo te siento un poco tonto
ahí, esperando que algo suceda de repente.
Te hincas y te golpeas el pecho con fuerza
sumido en lágrimas y remordimiento
como si la “mea culpa” fuese a borrar mágicamente
toda la mierda que ya le has aportado al mundo.
La garganta se te desgarra entre gritos
que, a tu parecer, son cánticos y adoración,
pero que en realidad no son más
que ruido hiriente en los tímpanos.
Humillado, sumado a las masas, triste,
crees que Dios te escucha,
que El está a la sola espera de tus súplicas,
que no hay nada más importante que tu.
¡Pobre infeliz!
Pareces un crucificado
con los brazos abiertos
a lo invisiblemente imposible
a la espera de un abrazo de lo sobrenatural
que no termina nunca de llegar.
El ruido no cesa, se hace insoportable, terrible.
Los demás a nuestro alrededor se han dado cuenta.
Tratas demasiado, pones mucho esfuerzo
y todos ya sabemos que finges.
Vamos, huye.
Se acabó el teatro.
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