La Feria (cuento)



Hoy, el barrio “Los Santos” amaneció distinto. A muchos nos despertó el grito de un escolar que pregonaba alegremente: “¡Llegó la feria, llegó la feria!”. Al mirar por mi ventana puedo comprobar que, efectivamente, el local baldío al lado del basurero esta flamantemente equipado con una maquina de “La Sillita” y otra de “La Estrellita”. Todo el terreno está acordonado, como para querer aislar la maquinaria de la basura a su alrededor.

Aún somnolienta, me dispongo a irme al trabajo. Me doy un baño rápido, me cepillo los dientes y me visto mientras sorbo de la taza un café recién hecho, cuyo aroma humea y embriaga. Mi madre me bendice en mi camino hacia la calle, donde me dispongo a esperar un carro de “concho”, mientras vigilo que el tiempo que corre en mi muñeca no me deje atrás.

Un minuto. Nada. Otro más. Y de repente, como si algo más poderoso que yo me llamara, no puedo evitar mirar hacia “La Feria”. Los niños que van al colegio la miran y cuchichean haciendo planes para más tarde. Los demás, los que aún son muy pequeños, miran con asombro la maquinaria y el tamaño de las atracciones, para correr luego a sus casas, donde seguramente atormentaran a sus madres para que les prometan que les llevarían en la noche, y estas dirán que sí, sólo si estos prometían ser buenos todo el día.

Los “motoconchos” del barrio hacen planes y piensan en lo lucrativo que será para ellos la llegada de aquella feria rodante. Los barrios vecinos se enterarían por los niños en las escuelas, y los padres, los borrachos y una que otra prostituta, se verían obligados a acudir a la gran apertura. Los “conchos” sólo trabajan hasta las siete de la noche, así que esta es una gran oportunidad.

No logro evitar notar que hay además un puesto de taquillas y otro puesto destartalado que probablemente se convertirá en la noche en un puesto de palomitas o algodón de azúcar.

Un bocinazo me saca de mis pensamientos; mi carruaje ha llegado al fin. El carro está vacío y me monto en el asiento de alante, junto al conductor. Es un auto maltrecho, muy oxidado y dañado por el tiempo. Félix, el chofer me es muy familiar. Su voz vivaracha y sus ojos negros me terminan de sacar del letargo que me ha provocado la espera:
- ¿Tú tenías tiempo esperando?
- No.
- ¡Tu si vas bonita hoy!
- ¡Es que soy bella!
- Si, yo lo sé…
- ¡No, ombe! Si es que tenemos el almuerzo de los empleados, y como van los jefecitos, uno no puede verse muy muerto de hambre.

La mirada se le pierde a Félix en el camino. ¡Quién sabe lo que estará pensando! La calle tiene bastantes hoyos. Quizás los cuenta, igual que yo. Suman treinta y siete baches en las diferentes calles que atraviesa la ruta del “concho” hasta mi parada.
- Déjame, Félix.
- ¡Qué tengas buen día! – deteniéndose al lado de la acera; siempre en el mismo lugar.
- Gracias, igual para ti. – mientras me apeo y cierro la puerta.
- Gracias… - alejándose.

La acera, la calle, los vendedores ambulantes y el portero del edificio en que trabajo están igual que siempre. La ciudad no sabe que en mi barrio hoy ha amanecido una Feria. No sabe que los niños esperan impacientes en las bancas de la escuela a que suene el timbre de salida. No tiene ni idea de que los “motoconchos” han hecho ya planes con el dinero que esperan recibir. No. A las grandes empresas no les importan las ferias de los barrios.

Mientras me dirijo a mi cubículo, y los demás empleados me sonríen y me saludan, pienso en las ferias de mi niñez. Me encantaba subirme a “La Sillita”, y pensar que volaba, que era una princesa en un columpio encantado, o que era un hada, y que el palito del algodón de azúcar, que sostenía con fuerza entre mis manos, era la varita mágica.

He llegado. Pequeño, cuadrado, estrecho y gris. Un escritorio y, sobre éste, un teléfono, un computador, una engrapadora, dos lápices y un lapicero. Una silla giratoria le hace compañía al escritorio, que de otro modo se sentiría muy solo, aunque muy adornado.

Coloco mis pertenencias en el primer cajón, y enciendo el ordenador. Tengo montones de trabajo por digitar, pero al sentarme en el sillón de repente me ha vuelto a dar la sensación de que estoy en “La Sillita”, y que de un momento a otro voy a emprender vuelo. Enseguida el timbre del teléfono me saca de mi ilusión. Es Lina. Que qué me he puesto para ir hoy. Que no me ha visto. Que si me veo bonita. Le respondo y no le hago conversación. Estoy algo enojada con ella por haberme robado mi momento de fantasía. Cuelgo.

Me envuelvo en mi trabajo: computarizo, digito, contesto el teléfono y aprovecho para hacer un garabato en una hoja de papel que seguro irá a parar a la basura. No es sino hasta la hora del almuerzo que me permito detenerme. El comedor se ve distinto, decorado con globos y limpio. Al final del salón, en una mesa larga, se puede ver la comida muy bien organizada y hasta se ve que está rica. La mesa de los jefes está justo al lado de las bebidas. Es la que mejor ubicada está. No es raro. Este tipo de eventos no es más que una artimaña para hacernos conscientes de que ellos son los jefes, y que hay que tener cuidado, porque un día de estos a cualquiera lo mandan para su casa como al perro arrepentido: “Con la cola entre las piernas”.

Lina me ha guardado una silla, y me siento junto a ella. El discurso del Presidente de la compañía es igual de aburrido que siempre. Hacen varias rifas de chequecitos que no dan ni para comprarse un plátano, y como siempre yo no me he sacado nada. Ha llegado la hora de comer y todos nos ponemos en fila, como el que está pidiendo, y mientras regreso a mi asiento con mi plato en la mano, no puedo evitar sentir una pequeña sensación de tristeza, al pensar en todo el trabajo que aún me quedaba arriba, en mi pequeño, cuadrado y gris cubículo.
- Oye, Roberto te está mirando.
- Lina, para ti, Roberto siempre me está mirando.
- ¡Pero si es verdad! Lo invité que se siente con nosotras a almorzar.
- ¡Pero que mierda la tuya!
- ¡No te pongas brava! Es buen mozo y uno de los que mejor gana de nosotros. Además me dijo que está interesado en ti. ¡Date un chance!
- ¡Cono! Déjame vivir, que a mi el tipo no me gusta.

Roberto llega y se sienta justo frente a mí. Trabaja a tres cubículos del mío, pero tiene más tiempo que Lina y yo juntas, en la empresa, así que gana mucho más. Me mira y me dice que estoy linda. Le digo que gracias y me enfrasco en analizar visualmente mi comida, buscando cortar la conversación antes de que comience.

Así, mientras la conversación fluye a mi alrededor entre Lina y Roberto, yo me pierdo entre los granos de arroz y los gandules. Con mi cuchara organizo una pequeña montaña de moro que tiende a avalanchar hacia el mar de pollo en salsa blanca, mientras los inexistentes habitantes del bosque de lechuga y repollo miran impotentes…

- Preciosa… ¡Oye, linda…!

La voz de Roberto me llega desde lejos, como un eco. Respondo. Que si quiero salir con él algún día. No, muchas gracias. Que a cualquier sitio, que él paga. No, no estoy interesada. El se para y se va, con una mirada triste que casi conmueve. Lina me ve como que he cometido un crimen. Ni una palabra.

Me levanto y me voy de vuelta al cubículo. A trabajar. Más teléfono. Más digitar. Mucho más computarizar. Hora de irme. Por fin.

Saliendo, me percato que Lina se sube al auto de Roberto. Está un poco sonrojada. No se ha dado cuenta de que la he visto. Mejor así. Me sonrío en mis adentros… mucho mejor así.

De pronto, mientras me dirijo a coger el “concho”, el recuerdo de La Feria me vuelve a golpear. Empiezo a querer recordar la última feria que visité de niña, y me envuelve un aire de melancólica alegría. Mi mamá solía llevarme en las noches, muy agarrada de la mano, y permitirme mirar primero, mientras comía algodón de azúcar, hasta que me decidía a subirme. Luego se subía conmigo, y me abrazaba fuerte hasta que, después de una vuelta o dos, me decidía a ir yo sola. Entonces me miraba desde el suelo y parecía una hormiguita amistosa, mientras agitaba su mano saludándome. Después, la próxima máquina.

Me descubro en la misma esquina de siempre, atestada de gente que espera, como yo, el transporte público para poder llegar a sus hogares. Pero ellos, los demás, los grises, los de afuera, ellos no tienen una Feria esperándolos en casa, como yo.

Ahí viene Félix. Se detiene justo frente a mi para que tenga chance de subirme entre el mar de gente que se avalancha hacia en maltrecho automóvil. Me acomodo lo mejor que puedo, y pago en silencio. Félix se ha dado cuenta de que quiero estar sola con mis pensamientos por un rato, y se limita a observarme por el retrovisor. Mi mente se ausenta enseguida del mal olor del hombre sentado junto a mi, del llanto del bebé que viaja un poco más allá, del debate político de los pasajeros del asiento delantero y de la bachata que ameniza todo aquel cuadro dantesco.
Viajo a la tierra de los cuentos de hadas, donde puedo volar y ser algo más que una simple asistente de ventas: aquí soy un ser que puede desprenderse de sus ataduras carnales, y volar… rápidamente soy un hada, una ninfa, soy una musa, una parca.

Mi parada. Ha llegado muy rápido. Demasiado rápido. Dirijo una leve sonrisa a Félix, quién me dice algo que no logro entender entre el bullicio que proviene del local al lado del basurero, y el del carro mismo, pero igual le sigo sonriendo mientras me alejo. Miro a los niños correr hacia y desde La Feria, y hago la decisión: seré de nuevo un ángel volador en La Sillita.

No corro a mi casa por vergüenza con la población adulta que me rodea. Llego al umbral y beso a mi madre sin una palabra. Ella debe de haber adivinado el secreto detrás de la risa en mis ojos, porque no me ha dicho nada, y sólo se ha dedicado a recibir ese beso tibio que he depositado en su mejilla. Dejo mis pertenencias encima de la cama y me desnudo. El aire, un poco frío, hace que me estremezca un poco y mis pezones se endurezcan. Mi desnudez se refugia en una toalla, y me dirijo al baño con premura. Dejo caer el agua por mi cuerpo y me deleito en su suave caricia de hielo. Me permito emerger desde el ensueño y la libido, y busco de nuevo la tibieza de la toalla. Saco mi mejor vestido: el morado, con encajes en el ruedo de la falda. Es hermoso, y lo he estado guardando para una ocasión especial. Es como si el vestido al igual que la niña que, hasta esta tarde, dormía en mí, hubiesen estado aguardando este momento. Me visto, me suelto el pelo y lo corono con un cintillo blanco. Me perfumo, y salgo hacia la calle, como si yo misma fuera un sueño.

Me dirijo con paso firme hacia La Feria. Recién ahora esta calentando las máquinas. Eso me da tiempo para comprar mi taquilla y un algodón de azúcar. El letrero de la taquilla lee “Treinta pesos”. Un poco excesivo, pero pago. Ahora a la máquina del algodón de azúcar. La mujer es toda sonrisas. Debe de preguntarse qué hago yo ahí, o dónde estarán mis hijos.

- Un algodón, por favor.
- Bien, son veinte pesos.
- No hay problemas. – pasándole el dinero.
- ¿Viene sola? Las mujeres bonitas no deben de andar solas. – entregándome el dulce.
- Eso no es un problema. Vivo cerca. Gracias. – alejándome.

Es increíble cómo ha crecido la fila para La Sillita en tan pocos minutos. Creo que es la emoción de ver como la prueban lo que hace que todos nos dirijamos a ella en vez de a La Estrellita, que ya ha sido probada más temprano y permanece inmóvil con sólo un par de enamorados aspirando a ser sus pasajeros y a un beso en las nubes.

Se le puede escuchar sus goznes crujir con un quedito triste y común que no le extraña a nadie. Por fin se deciden a hacer pasar la gente. A mi me tocará en el segundo grupo, porque la fila está muy larga. Los operarios del aparato hacen entrar a las personas por la destartalada puertita y les ayudan a subirse y amarrarse a las sillas de metal. La verdad es que la parafernalia del asunto me tiene un poco cansada. Ya quiero que sea mi turno. La máquina se pone en marcha. Los goznes crujen con más fuerza. Los niños gritan de con alegría y éxtasis. Una vuelta, otra más. Cinco minutos de vuelo, y ya está.

La excitación crece al acercarse nuestro turno. Los antiguos pasajeros salen por otra puertita igualmente desvencijada, pero al otro extremo de “La Sillita”, y una vez todos están fuera, nos dejan pasar a nosotros.

Me siento en una sillita azul, y desde antes que vengan a “amarrarme” a ella, ya me siento volar. Me colocan el arnés y dan una última ronda para comprobar que nadie se lo ha quitado. Los tornillos y tuercas comienzan a expresar su cansancio sonoramente, y el aparato se pone en movimiento.

La fuerza centrífuga empieza a hacer su efecto, y comienzo a volar. Los tornillos chillan con más fuerza de lo que hubiese deseado. Cierro los ojos y levanto mis manos. Puedo sentir mi vestido morado moverse con el viento. Estoy volando. Mi corazón rebosa de alegría. A lo lejos puedo escuchar los gritos de los demás. Yo no grito. El placer embriaga mi alma. Abro los ojos y puedo ver que me he transformado. Mis manos, mi piel, tienen un extraño brillo. Mi vestido es más hermoso, más transparente, y ahora tengo alas. ¡Tengo alas! No puedo evitar sonreírme, y luego lanzar una carcajada magnífica y sincera. Ahora ya no está la feria. ¡Soy un hada! Y me alejo volando, feliz, hacia el otro extremo del universo, sin mirar atrás, sin ver mi cuerpo en el piso, ahogado en un charco de sangre.

2 Sintieron Conmigo:

  Unknown

13/3/08 8:53 p. m.

WOOOOWWWWW!!!!!! Amazing Fantastic Incredible. Beautiful. Es la obra maestra!!!!Excellent!!!! y vuelvo y digo WOOOOOOOOWWWWWW!!!!!!!

  Rosa Silverio

15/3/08 7:32 p. m.

Me he quedado sorprendida, Sarah.

El cuento es, y te lo digo sin tumbapolvismo y no por quedar bien, MUY BUENO.

Me cautivó desde que empecé a leerlo. Me gusta que el personaje principal evoque su niñez (¡Me encantan las evocaciones de la niñez en los relatos y las novelas!), me gusta que entre en escena ese enamorado indeseado y también el desenlace.

Para mí era previsible, lo supuse desde que lo insinuaste antes de que ella llegara a casa a darse el baño y vestirse, pero no es ahí donde radica la fuerza, sino en cómo lo cuentas, esa manera tan mágica, tan especial, en donde quien lo lee siente ese deseo de liberación y de plenitud que quería esa mujer. Por eso es que te digo que lo importante no era conocer o no el dato escondido, sino la manera como lo has contado, con tanto acierto.

Tu prosa es muy fluida y el relato se lee con mucha facilidad.

Abrazos y enhorabuena.