Dejé a Maria Ligia,
con su casa encantada
y sus adagios de maravillas.
Con ella, la Gente Común,
y la menos común,
plantados en un escenario
hecho de poemas y canciones,
donde todos somos hermanos,
donde desafiamos al mundo
con nuestra pluma a la mano,
y nuestras esperanzas al hombro.
Dejé mi país y mis amigos,
mis amores prohibidos,
una Rosa en su capullo,
y un refugio donde mis héroes
estaban a la distancia lejana
de una llamada.
Quiero gritarle a mi garganta
que ya es hora de conformarse
con los tés de otros sabores
y las canciones de otras voces,
pero no puedo evitar
hacer atrio en el recuerdo
de los días cuando era feliz.